Por: Psic. Irvin Camacho Delgado

En toda relación humana existe la posibilidad de atravesar una serie de eventos que nos lleven a sentir rencor: sentirnos tratados de forma injusta, no reconocidos ni apreciados, avergonzados después de haber dado algo de buena fe y rechazados por aquellos a los que entregamos nuestra confianza. O, también, sentirnos utilizados, estimados como meros objetos deshumanizados, es decir, sin reparo por nuestro malestar. Todas estas son situaciones nos hacen sentir humillados.

Cada vez que formamos un vínculo profundo, se corre el riesgo de pasar por este tipo de situaciones que acaban rompiendo la relación y nos dejan con sentimientos de dolor y tristeza, detrás de los cuales también hay ira y, si la humillación fue profunda, también habrá intensos deseos de venganza; “la única manera de resarcir el daño es haciendo sufrir al otro una injusticia igual o multiplicada varias veces”. Es así que surge el rencor, como una imposibilidad de poder perdonar a la otra persona, al mismo tiempo que crece el resentimiento al punto de llegar a materializarse en actos vengativos, lo que hace que la reconciliación, aunque sea sólo interna, se vuelva más complicada, ya que crece el círculo vicioso de reproches y ataques en el que no hay cabida para el diálogo reparador.

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Estos sucesos no sólo tienen consecuencias en el exterior, sino también en el mundo interno de la persona que se siente humillada y resentida; el rencor hace que el superyó, instancia de la personalidad que representa a las exigencias, las prohibiciones y la conciencia moral, se vuelva cruel no sólo hacia el mundo exterior, sino inevitablemente también con uno mismo. Esto se traduce en que la persona perjudicada se ubique en una posición de víctima profundamente agraviada y en sufrimiento desmedido, es decir, más de lo que realmente corresponde. Es así como se permite acusar al otro por su desgracia y sentirse en la posición de poder ejercer justicia de forma violenta y libre de culpa. El nazismo o la guerra entre Israel y Palestina son ejemplos a gran escala de lo anterior.

Esa forma fraccionada de ver al mundo en bien y mal absolutos, divide a la persona y la aleja de poder percibir la complejidad de la realidad y de ser capaz de responder a ella de forma adecuada. La única manera de ayudar a completar la gran labor de poder llegar a perdonar es sólo si se logra integrar en la persona nuevamente todo aquello malo que colocó fuera en la figura de quien lo humilló, pero que, en realidad, es parte de él, esto es, ayudarle a ver su papel dentro de la mencionada serie de sucesos.

Es así como podrá entender (que no es igual a justificar) el curso de pensamiento que pudo haber seguido el otro y que lo llevó a comportarse de la forma en que lo hizo. Ese entendimiento es el camino a poder perdonar y prescindir de la compulsión a la repetición, como la llamó Freud, en la que se busca superar una situación dolorosa que se vivió de forma pasiva, repitiéndola de forma activa, en este caso, perjudicando a otros en el proceso; al dejarlo atrás, se puede llegar a elaborar realmente el conflicto y lograr una reconciliación, si no externa, sí con las partes de uno mismo.

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Por: Psic. Irvin Camacho Delgado

Clínica de Asistencia de la Sociedad Psicoanalítica de México (SPM).

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