Soy curandera de un pueblo en las montañas de Oaxaca. En sueños, mis ancestros me dicen cómo curar. Me dicen que tome mezcal, que tome esa agua que es un suero. A veces estoy cansada de trabajar con la gente, platicando muchas cosas, entonces de repente me echo mi copita para sacar fuerza y decir más y más. El mezcal me da fuerza, por eso le decimos mëjk nëëj, agua fuerte.
Xëmaapyë ayuujk (curandera mixe).
Si de rasgos culturales ancestrales hablamos, el estado de Oaxaca es aquella coordenada en México que nos permite adentrarnos a un mundo de continuidades que unen pasado con presente y que, sin duda, forman parte de cómo imaginamos el futuro.
Sostener una jícara o una veladora rellena de mezcal es constatación suficiente de ese tiempo condensado en una bebida que nos recuerda el idilio del hombre con la tierra. Por ello, el mezcal es un objeto cultural que desde sus orígenes refleja infinitas relaciones entre quienes lo han producido y consumido como parte de un cotidiano.
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Aunque para muchos, pareciera fundamental verificar si su origen nos remonta a momentos precolombinos para demostrar con ello autenticidad, desde nuestro punto de vista, la atención resalta en que, independientemente de rastrear los créditos de la destilación en tierras mesoamericanas, su existencia, a bien entrado siglo veintiuno siguiendo técnicas muy parecidas a las de antaño, permite acercarnos a otras formas de ser y estar en el mundo que desde entonces conviven (sobreviviendo, luchando y resistiendo) con sistemas contemporáneos.
Poder presenciar que en los pueblos de Oaxaca antes de ingerir un mezcalito se da de beber a la tierra unas gotitas para agradecerle, nos dice mucho más de prácticas socioculturales que continúan dotando de sentido el quehacer de su gente. El mezcal ha sido vehículo de diálogo entre humanos y no humanos en la ardua tarea de reestablecer el orden de las cosas con entidades de la naturaleza, deidades y seres míticos que pertenecen a este y a muchos otros espacios y tiempos.
El jesuita José de Acosta en su Historia Natural y Moral de las Indias destacaba:
“El árbol de las maravillas es el maguey, del que los nuevos o chapetones (como en Indias los llaman), suelen escribir milagros, de que da agua y vino y aceite y vinagre y miel y arrope e hilo y aguja y otras cien cosas".
Además de ser una bebida alcohólica, cumple varios papeles en las comunidades oaxaqueñas; es utilizado en la terapeútica para sobar y curar de espanto, en adivinación o como ofrenda en diferentes prácticas rituales. Es también utilizado como un presente que se ofrece a los chamanes o especialistas rituales, para las personas que asumen un compromiso dentro de los sistemas normativos indígenas (formas de gobernanza locales) o para sellar alianzas como matrimonios y compadrazgos.
Por ello y más, el maguey, que en el estado de Oaxaca cuenta con más de treinta variedades, fue, es y deseablemente será, un árbol que siga contando maravillas destilándose preferencialmente, para que los que lo ingerimos logremos acercarnos a otras formas de ser y estar en el mundo. Unas que entre trago y trago relatan memorias de hombres que aprendieron a jimar al alba, de mujeres que trasnochan sin perder el fuego que hace posible el goteo de su sustento, de niños que hacen de trozos de maguey rostizado la golosina de infancia o de abuelos que se vuelven sabios entablando pláticas con los que se han adelantado.
Magueyes y mezcales son, en tanto su relación con el humano y este, ha echado mano de ellos en el tránsito por hacer cultura. Si nos detenemos un poco y observamos que se trata de una bebida cultural, advertiremos que es ahí donde descansa su singularidad.
Por: La Dra. María del Carmen Castillo Cisneros
INAH-Oaxaca
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